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La Iglesia venera hoy a San Marcelo

Viernes de la trigésima semana de Tiempo Ordinario

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 1-6
Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando.
Había allí, delante de él, un hombre enfermo de hidropesía y tomando la palabra, dijo a los maestros de la ley y fariseos:
«¿Es lícito curar los sábados, o no?».
Ellos se quedaron callados.
Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió.
Y a ellos les dijo:
«¿A quién de vosotros se le cae al pozo el asno o el buey y no lo saca en seguida, aunque en día de sábado? ».
Y no pudieron replicar a esto.

San Marcelo de Tanger

La «Passio» de san Marcelo nos ha llegado en dos recensiones transmitidas por diversos manuscritos, dispersos en las bibliotecas de Roma, Bruselas, Londres, Madrid, León, Burdeos, etc. El núcleo original se lo reconoce como históricamente auténtico, y consta de dos interrogatorios verbales en dos tribunales diferentes, a distancia de tres meses. Luego, alrededor de la siglo XI, esta historia sufre interpolaciones que hacen de san Marcelo esposo de santa Nona y padre de doce hijos (Claudio, Lupercio, Victorico, Facundo, Primitivo, Emeterio, Celedonio, Servando, Germano, Fausto, Genaro y Marcial). El origen y la evolución de esta leyenda, profundamente arraigada en la tradición cristiana del pueblo de León ha sido cuidadosamente estudiado por De Gaiffier.

 Transcribimos los hechos tal cual lo cuenta la «Passio»: En la ciudad de Tingis (Tánger), en la época del gobernador Fortunato, cuando todo el mundo celebraba el cumpleaños del emperador, uno de los centuriones, llamado Marcelo, que consideraba los banquetes como una práctica pagana, se despojó del cinturón militar ante los estandartes de su legión y dio testimonio en voz alta, diciendo: «Yo sirvo al Rey Eterno, Jesucristo, y no seguiré al servicio de vuestros emperadores. Desprecio a vuestros dioses de madera y de piedra, que no son más que ídolos sordos y mudos». Al oír eso, los soldados quedaron desconcertados. En seguida tomaron preso a Marcelo y refirieron lo sucedido al gobernador Fortunato, quien ordenó conducir al mártir a la prisión. Cuando terminaron las fiestas, el gobernador reunió a su consejo y convocó al centurión. Cuando éste llegó, el gobernador Astasio Fortunato le dijo: «¿Por qué te quitaste el cinturón militar en público, en desacato a la ley militar, y porqué arrojaste tus insignias?»

Marcelo: El 21 de julio, día de la fiesta del emperador, ante los estandartes de nuestra legión, proclamé en público y abiertamente que yo era cristiano y que no podía servir al ejército, sino sólo a Jesucristo, el Hijo de Dios Padre Todopoderoso.
Fortunato: No puedo pasar por alto ese modo de proceder tan precipitado, de suerte que daré cuenta a los emperadores y al césar. Voy a enviarte a mi señor Aurelio Agricolano, diputado de los prefectos pretorianos.

 El 30 de octubre, el centurión Marcelo compareció ante el juez, a quien se comunicó lo siguiente: «El gobernador Fortunato ha remitido a tu autoridad al centurión Marcelo. He aquí una carta suya, que te leeré si lo deseas.» Agricolano dijo: «Lee». Entonces se leyó el informe oficial: «De parte de Fortunato a ti, mi señor», etc. Entonces Agricolano preguntó a Marcelo: «¿Hiciste lo que dice el informe oficial?»

Marcelo: Sí.
Agricolano: ¿Servías regularmente en el ejército?
Marcelo: Sí.
Agricolano: ¿Qué te impulsó a cometer la locura de arrojar las insignias y a hablar en esa forma?
Marcelo: No es una locura temer a Dios.
Agricolano: ¿Dijiste realmente todo lo que cuenta el informe oficial?
Marcelo: Sí.
Agricolano: ¿Arrojaste las armas?
Marcelo: Sí, porque a un cristiano que sirve a Cristo, no le es lícito militar en los ejércitos de este mundo.
Agricolano: La acción de Marcelo merece un castigo.

 En seguida pronunció la sentencia: «Marcelo, que tenía el rango de centurión, ha admitido que él mismo se degradó al arrojar públicamente las insignias de su dignidad. Por otra parte, el informe oficial hace constar que pronunció palabras insensatas. En vista de lo cual, disponemos que perezca por la espada». Cuando le conducían al sitio de la ejecución, Marcelo dijo: «Que mi Dios sea bueno contigo, Agricolano». En esa forma tan digna, partió de este mundo el glorioso mártir Marcelo.

 Del cuidadoso estudio de De Gaifiier resulta claro y evidente que Marcelo es un verdadero mártir africano y sólo en las sucesivas interpolaciones posteriores, realizadas por escritores españoles, se ha transformado en ciudadanos de León, sobre la base falsa de que él pertenecía a la Legión de Trajano, el presunto fundador de la ciudad. Después de esta identificación, realizada en siglo XVI, se creía también ser capaces de decir cuál había sido en León la casa donde había vivido, convertida en una iglesia dedicada al mártir. Según esa tradición, al advenimiento de la paz de Constantino en León se habría construido una iglesia dedicada al santo. El códice 11 del Archivo de la catedral de León refiere que Ramiro I (842-850) «restauró la iglesia de San Marcelo en el suburbio legionense cerca de la Puerta Cauriense, fuera de las murallas de la ciudad …»

 La devoción que había hecho de Marcelo el patrono principal de la ciudad de León, sin embargo, nació y creció lejos de sus restos mortales, que se conservaban en Tánger, por lo cual, inmediatamente después de la liberación de esta ciudad por el Rey de Portugal, León tomó el botín de su mártir. Pero también las ciudades de Jerez y Sevilla se disputaban la posesión. El 29 de marzo de 1493, sin embargo, los restos de Marcelo, llevados por el propio rey Fernando el Católico, hicieron su entrada en León y se colocaron en la iglesia dedicada a él. Según documentos de la época conservados en el archivo municipal de la ciudad, los restos tuvieron «una bienvenida como no podía ser mejor».

 Las reliquias se conservan actualmente en un cofre de plata en el altar mayor, donde se hallan también un pergamino que narra el ingreso a la ciudad y los milagros de los que estuvo acompañado, los documentos relativos a la donación de una reliquia del mártir a la iglesia de san Gil de Sevilla, y algunas cartas del rey Enrique IV de Castilla y de Isabel la Católica al papa Sixto IV sobre el traslado del cuerpo del mártir a León.

 

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