Exaltación de la Santa Cruz
Evangelio según San Juan 3,13-17.
Jesús dijo a Nicodemo:
«Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo.
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»
Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz
En este artículo se han recuperado frangmentos de los correspondientes del Butler-Guinea que antes estaban en el 14 de septiembre cuando evocaba la recuperación del 614, y del 3 de mayo como fiesta de la «inventio». Aunque ninguno de los dos artículos corresponde ya al sentido de la fiesta actual, contienen material histórico de primer orden, y que ayudará a penetrar en la densidad de la celebración que realizamos nosotros.
La fiesta del 14 de septiembre conmemoraba originalmente la solemne dedicación, que tuvo lugar el año 335, de las iglesias que santa Elena indujo a Constantino a construir en el sitio del Santo Sepulcro. Por lo demás, no podemos asegurar que la dedicación se haya celebrado, precisamente, el 14 de septiembre. Es cierto que el acontecimiento tuvo lugar en septiembre; pero, dado que cincuenta años después, en tiempos de la peregrina Eteria, la conmemoración anual duraba una semana, no hay razón para preferir un día determinado a otro. Eteria dice lo siguiente: «Así pues, la dedicación de esas santas iglesias se celebra muy solemnemente, sobre todo, porque la Cruz del Señor fue descubierta el mismo día. Por eso precisamente, las susodichas santas iglesias fueron consagradas el día del descubrimiento de la Santa Cruz para que la celebración de ambos acontecimientos tuviese lugar en la misma fecha». De aquí parece deducirse que en Jerusalén se celebraba en septiembre el descubrimiento de la Cruz; de hecho, un peregrino llamado Teodosio lo afirmaba así, en el año 530.
Por lo que se refiere a los hechos históricos del descubrimiento de la Cruz, que son los que aquí interesan, debemos confesar que carecemos de noticias de la época. El «Peregrino de Burdeos» no habla de la Cruz el año 333. El historiador Eusebio de Cesarea, contemporáneo de los hechos, de quien podríamos esperar abundantes detalles, no menciona el descubrimiento, aunque parece no ignorar que había tres santuarios en el sitio del Santo Sepulcro. Así pues, cuando afirma que Constantino «adornó un santuario consagrado al emblema de salvación», podemos suponer que se refiere a la capilla «Gólgota», en la que, según Eteria, se conservaban las reliquias de la Cruz. San Cirilo, obispo de Jerusalén, en las instrucciones catequéticas que dio en el año 346, en el sitio en que fue crucificado el Salvador, menciona varias veces el madero de la Cruz, «que fue cortado en minúsculos fragmentos, en este sitio, que fueron distribuidos por todo el mundo». Además, en su carta a Constancio, afirma expresamente que «el madero salvador de la Cruz fue descubierto en Jerusalén, en tiempos de Constantino». En ninguno de estos documentos se habla de santa Elena, que murió el año 330. Tal vez el primero que relaciona a la santa con el descubrimiento de la Cruz sea san Ambrosio, en el sermón «De Obitu Theodosii», que predicó el año 395; pero, por la misma época y un poco más tarde, encontramos ya numerosos testigos, como san Juan Crisóstomo, Rufino, Paulino de Nola, Casiodoro y los historiadores de la Iglesia, Sócrates, Sozomeno y Teodoreto. San Jerónimo, que vivíá en Jerusalén, se hacía eco de la tradición, al relacionar a santa Elena con el descubrimiento de la Cruz. Desgraciadamente, los testigos no están de acuerdo sobre los detalles. San Ambrosio y san Juan Crisóstomo nos informan que las excavaciones comenzaron por iniciativa de santa Elena y dieron por resultado el descubrimiento de tres cruces; los mismos autores añaden que la Cruz del Señor, que estaba entre las otras dos, fue identificada gracias al letrero que había en ella. Por otra parte, Rufino, a quien sigue Sócrates, dice que santa Elena ordenó que se hiciesen excavaciones en un sitio determinado por divina inspiración y que ahí, se encontraron tres cruces y una inscripción. Como era imposible saber a cuál de las cruces pertenecía la inscripción, Macario, el obispo de Jerusalén, ordenó que llevasen al sitio del descubrimiento a una mujer agonizante. La mujer tocó las tres cruces y quedó curada al contacto de la tercera, con lo cual se pudo identificar la Cruz del Salvador. En otros documentos de la misma época aparecen versiones diferentes sobre la curación de la mujer, el descubrimiento de la Cruz y la disposición de los clavos, etc. En conjunto, queda la impresión de que aquellos autores, que escribieron más de sesenta años después de los hechos y se preocupaban, sobre todo, por los detalles edificantes, se dejaron influenciar por ciertos documentos apócrifos que, sin duda, estaban ya en circulación.
El más notable de dichos documentos es el tratado «De inventione crucis dominicae», del que el decreto pseudogelasiano (c. 550) dice que se debe desconfiar. No cabe duda de que ese pequeño tratado alcanzó gran divulgación. El autor de la primera redacción del Liber Pontificalis (c. 532) debió manejarlo, pues lo cita al hablar del papa Eusebio. También debieron conocerlo los revisores del Hieronymianum, en Auxerre, en el siglo VII. Aparte de los numerosos anacronismos del tratado, lo esencial es lo siguiente: El emperador Constantino se hallaba en grave peligro de ser derrotado por las hordas de bárbaros del Danubio. Entonces, presenció la aparición de una cruz muy brillante, con una inscripción que decía: «Con este signo vencerás» («in hoc signo vinces»). La victoria le favoreció, en efecto. Constantino, después de ser instruido y bautizado por el papa Eusebio en Roma, movido por el agradecimiento, envió a su madre santa Elena a Jerusalén para buscar las reliquias de la Cruz. Los habitantes no supieron responder a las preguntas de la santa; pero, finalmente, recurrió a las amenazas y consiguió que un sabio judío, llamado Judas, le revelase lo que sabía. Las excavaciones, muy profundas, dieron por resultado el descubrimiento de tres cruces. Se identificó la verdadera Cruz, porque resucitó a un muerto. Judas se convirtió al presenciar el milagro. El obispo de Jerusalén murió precisamente entonces, y santa Elena eligió al recién convertido Judas, a quien en adelante se llamó Ciríaco, para suceder al obispo. El papa Eusebio acudió a Jerusalén para consagrarle y, poco después, una luz muy brillante indicó el sitio en que se hallaban los clavos. Santa Elena, después de hacer generosos regalos a los Santos Lugares y a los pobres de Jerusalén, exhaló el último suspiro, no sin haber encargado a los fieles que celebrasen anualmente una fiesta, el 3 de mayo («quinto Nonas Maii»), día del descubrimiento de la Cruz. Parece que Sozomeno (lib. u, c. i) conocía ya, antes del año 450, la leyenda del judío que reveló el sitio en que estaba enterrada la Cruz. Dicho autor no califica a esa leyenda como pura invención, pero la desecha como poco probable.
Otra leyenda apócrifa aunque menos directamente relacionada con el descubrimiento de la Cruz, aparece como una digresión, en el documento sirio llamado «La doctrina de Addai». Ahí se cuenta que, menos de diez años después de la Ascensión del Señor, Protónica, la esposa del emperador Claudio César, fue a Tierra Santa, obligó a los judíos a que confesaran dónde habían escondido las cruces y reconoció la del Salvador por el milagro que obró en su propia hija. Algunos autores pretenden que en esta leyenda se basa la del descubrimiento de la Cruz por santa Elena, en tiempos de Constantino. Mons. Duchesne opinaba que «La Doctrina de Addai» era anterior al «De inventione crucis dominicae», pero hay argumentos muy fuertes en favor de la opinión contraria. Dado el carácter tan poco satisfactorio de los documentos, la teoría más probable es la de que se descubrió la Santa Cruz con la inscripción, en el curso de las excavaciones que se llevaron a cabo para construir la basílica constantiniana del Calvario. El descubrimiento, al que siguió sin duda un período de vacilaciones y de investigación, sobre la autenticidad de la cruz, dio probablemente origen a una serie de rumores y conjeturas, que tomaron forma en el tratado «De inventione crucis dominicae». Es posible que la participación de santa Elena en el suceso, se redujese simplemente a lo que dice Eteria: «Constantino, movido por su madre («sub praesentia matris suae»), embelleció la iglesia con oro, mosaicos y mármoles preciosos». La victoria se atribuye siempre a un soberano, aunque sean los generales y los soldados quienes ganan las batallas. Lo cierto es que, a partir de mediados del siglo IV, las pretendidas reliquias de la Cruz se esparcieron por todo el mundo, como lo afirma repetidas veces san Cirilo y lo prueban algunas inscripciones fechadas en Africa y otras regiones. Todavía más convincente es el hecho de que, a fines del mismo siglo, los peregrinos de Jerusalén veneraban con intensa devoción el palo mayor de la Cruz. Eteria, que presenció la ceremonia, dejó escrita una descripción de ella. En la vida de san Porfirio de Gaza, escrita unos doce años más tarde, tenemos otro testimonio de la veneración que se profesaba a la santa reliquia y, casi dos siglos después el peregrino conocido con el nombre, incorrecto, de Antonino de Piacenza, nos dice: «adoramos y besamos» el madero de la Cruz y tocamos la inscripción.