Domingo de la segunda semana de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 17, 1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
«Levantaos, no temáis».
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó:
«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
San Juan de Dios
Fundador (1495-1550) Juan Ciudad Duarte nació de padres humildes en Montemayor el Nuevo (Portugal), el año 1495. Eran años de efervescencia, al reclamo de los nuevos descubrimientos. Juan partió de su pueblo cuando sólo tenía ocho años. Entró en España y se quedó en Oropesa. Más tarde seguiría su aventura.
Entra a servir en casa de un rico propietario. El dueño le propone un ventajoso matrimonio con su hija. Juan no quiere atarse y desaparece. Se alista en el ejército. Lucha como San Ignacio en Fuenterrabía. Sufre muchas peripecias. Por un descuido es expulsado y regresa a Oropesa. Vuelve al ejército contra los turcos y llega hasta Viena. A la vuelta pasa por su pueblo. Luego reside en Sevilla, Ceuta, Gibraltar y Algeciras, siempre con ocupaciones diversas.
Su vida es una perpetua aventura. A los 42 años llega a Granada. Allí se realizó su conversión. «Granada será tu cruz», le dice el Señor. Desde ahora se llamará Juan de Dios. Predicaba en Granada San Juan de Ávila, y con tales colores y tonos predicó sobre la belleza de la virtud y sobre la fealdad del pecado, con tantos ardores habló sobre el amor de Dios, que Juan se sintió como herido por un rayo. Se tiraba por el suelo, mientras repetía: «Misericordia, Señor, misericordia». Quemó los libros que vendía de caballería, repartió los piadosos, lo dio todo, y corrió por las calles de la ciudad descalzo y gritando sus pecados y su arrepentimiento como uno que ha perdido el juicio.
Sólo Juan de Ávila que le animó a encauzar aquellos arrebatos en alguna obra permanente de caridad. Y Juan concentró ahora todo su entusiasmo en una nueva Orden: La Orden de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios. «Haceos el bien, hermanos», repetía sin cesar. Sus primeros compañeros los reclutó el fundador entre la gente más desarrapada: un alcahuete, un asesino, un espía y un usurero. Esa es la fuerza del amor. Un converso que saca del fango a cuatro truhanes y los hace héroes cristianos. Sobre estas cuatro columnas apoyará su obra. Peregrina a Guadalupe. Vuelve a Granada y recoge los primeros enfermos.
Es el precursor de la beneficencia moderna. Acoge a los enfermos, los cura, los limpia, los consuela, les da de comer. Todo es limpieza, orden y paz en la casa. Por la noche mendiga por la ciudad para los enfermos. Todos se le abren. Todos le ayudan. Es muy expresivo el cuadro de Murillo: va el Santo con el cesto lleno por la ciudad, carga con un enfermo ulceroso que representa a Jesucristo y un ángel le sostiene y le guía. Un día se declaró un incendio en el Hospital.
Había peligro de que todos los enfermos quedaran abrasados. Juan de Dios, desoyendo a los prudentes, se metió en el fuego, dispuesto a dar la vida, cogió uno a uno sobre sus espaldas y los salvó a todos. A él únicamente se le chamuscaron los vestidos. Las llamas de su amor fueron más fuertes que el fuego. Murió en Granada el año 1550.