Viernes de la primera semana de Tiempo Ordinario
Lectura del santo Evangelio según San Marcos 2, 1-12
Cuando a los pocos días entró Jesús en Cafarnaúm, se supo que estaba en casa.
Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta. Y les proponía la palabra.
Y vinieron trayéndole un paralítico llevado entre cuatro y, como no podían presentárselo por el gentío, levantaron la techumbre encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe que tenían, le dice al paralítico:
«Hijo, tus pecados te son perdonados».
Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros:
«Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo uno, Dios?».
Jesús se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo:
«¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil: decir al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate, coge la camilla y echa a andar”?
Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados – dice al paralítico -:
“Te digo: levántate, coge tu camilla y vete a tu casa”».
Se levantó, cogió inmediatamente la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo:
«Nunca hemos visto una cosa igual».
San Antonio de Egipto
Abad, (251-356)
Es conocido con distintos apelativos. “San Antonio de Egipto” o “Antonio el Ermitaño”, pues allí nació, cerca de Menfis, el año 251. San Antonio del Desierto, pues al desierto se retiró para seguir a Cristo. San Antonio el Grande, por el inmenso influjo de su ascética, tanto por su caridad en atender al prójimo, como por su fortaleza frente a las tentaciones del demonio, tema que con frecuencia han reflejado en sus cuadros los pintores.
Antonio, el gran padre nuestro, el corifeo del coro de los ascetas, floreció bajo el reino de Constantino el Grande, alrededor del año 330 desde el nacimiento de Dios. Fue contemporáneo de gran Atanasio, quien de él escribió, posteriormente, una amplia bibliografía. El accedió al súmmum de la virtud y de la impasibilidad. Si bien inculto e iletrado, tuvo como maestra, proveniente desde lo alto, esa sabiduría del Espíritu Santo que ha instruido a los pescadores y a los infantes: iluminado por ella, el intelecto profirió muchas y variadas advertencias sagradas y espirituales, concernientes a temas diversos, y dio a quien lo interrogara, sabias respuestas, llenas de provecho para el alma; como se puede ver en muchos pasajes del Gerontikon.
Pero el nombre que le distingue sobre todo es San Antonio abad. Abad significa padre, y entre todos los abades que hemos celebrado esta semana, Antonio fue por antonomasia el abad, el padre de los monjes. San Pacomio había iniciado el movimiento de convertir a los solitarios anacoretas en cenobita, agrupándolos en monasterios de vida común. San Antonio fue escogido por la Providencia para consolidar el cenobitismo.
Antonio es un caso ejemplar de tomar la palabra de Dios como dirigida expresamente a cada uno de los oyentes. «Hoy se cumple esta palabra entre vosotros», había dicho Jesús. Así la cumplió San Antonio. Su vida la conocemos bien, gracias a su confidente y biógrafo San Atanasio, obispo de Alejandría, a quien dejaría en herencia su túnica. Es la primera hagiografía que se conoce, obra muy bien recibida por el mundo romano.
Sus padres le habían dejado una copiosa herencia y el encargo de cuidar de su hermana menor. Un día entró en la iglesia cuando el sacerdote leía: «Ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres». Otro día oyó decir: «No os agobiéis por el mañana». Y se comprometió a vivirlo sin dilación. Confió su hermana a un grupo de vírgenes que vivían los consejos evangélicos, y él dejó sus tierras a sus convecinos, vendió sus muebles, se despojó de todo, rompió las cadenas que le sujetaban y se marchó al desierto.
El último medio siglo de su vida -vivió 105 años- residió en el monte Colzum, cerca del mar Rojo. Amante de la soledad, allí vivía en una pequeña laura, entre largos ayunos y oraciones, y haciendo esteras para no caer en la ociosidad. Así se defendía contra los violentos ataques del demonio, que no le dejaba un momento de reposo. Es el ambiguo valor del desierto, lugar propicio para el encuentro con Dios y para las tentaciones del maligno. Antonio es un magnífico ejemplo para vencer las tentaciones.
Además de lo antedicho, este hombre ilustre, nos ha dejado también ciento setenta capítulos Son el fruto genuino de esa mente divinamente iluminada, nos lo es confirmado, entre otros, por el santo mártir Pedro de Damasco. Pero la misma estructura de lenguaje quita toda duda y deja solamente una posibilidad a aquellos que examinan minuciosamente los textos: se trata de escritos que se remontan a aquella santa antigüedad.
Muy pronto encontró imitadores. Un enjambre de lauras individuales fue poblado por fieles seguidores que querían vivir cerca de aquella regla viva. Se reunían para celebrar juntos los divinos oficios. De este modo compaginaban el silencio y soledad con la vida común. Sólo salió de allí para ayudar a su amigo Atanasio en la lucha contra los herejes, y cuando fue a conocer a Pablo el ermitaño. Se saludaron por su nombre, se abrazaron y ese día trajo el cuervo de Pablo doble ración de pan.
Se le atribuyen muchos milagros. Pero él los rehuía. A Dídimo el Ciego le repite: No debe dolerse de no tener ojos, que nos son comunes con las moscas, quien puede alegrarse de tener la luz de los santos, la luz del alma.
Es el Santo taumaturgo que no sólo es invocado a favor de los hombres, sino también de los animales, que aún son bendecidos el día de San Antonio en muchos sitios. Era costumbre en las familias alimentar un lechón porcino para los pobres, que se distribuía el día del Santo, y terminará acompañando la imagen misma de San Antonio. Cargado de méritos, famoso por sus milagros y acompañado del cariño, subió al cielo el Santo Abad el 17 de enero del año de gracia 356.
No debe pues asombrarnos que la forma del discurso se desarrolle en la mayor simplicidad de la homilía, en un estilo arcaico y descuidado: lo que, sin embargo, nos asombra es como, a través de tal simplicidad llega a los lectores tanta salvación y provecho.
Cuánto más, en aquellos que lo leen florece la fuerza de la persuasión de estos escritos, tanto más en ellos destilan la dulzura y tanto más destilan, absolutamente, las buenas costumbres y el rigor de la vida evangélica ¡ciertamente conocerán su regocijo aquellos que degustaren de esta miel con el paladar espiritual del intelecto!
Parece ser que Antonio el Grande, conocido también como “Antonio el Ermitaño” o “San Antonio de Egipto”, vivió entre los años 250 y 356 aproximadamente. De familia cristiana, más bien rico, habiendo quedado huérfano de muy joven y con una hermana muy pequeña a su cargo, un día fue fuertemente golpeado por la Palabra del Señor al joven rico: si quieres ser perfecto, ve, vende todo aquello que posees, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme (Mateo 19; 21).
Sintiéndose aludido, enseguida empezó a vender lo que poseía y a darse a una vida de oración y penitencia en su misma casa.
Después de algún tiempo, confió a su hermana a una comunidad de Vírgenes y llevó una vida de oración y penitencia en su misma casa. Llevó una vida solitaria no lejos de su pueblo, poniéndose bajo la guía de un anciano asceta de quién se alejara, luego para retirarse en el desierto, en una de las tumbas que se encontraban en aquella región.
Su ejemplo fue contagioso, y cuando se retiró al desierto de Pispir, el lugar no tardó en ser invadidos por cristianos. Lo mismo sucedió cuando sucesivamente se retiró cerca del litoral del Mar Rojo. La vida consagrada al Señor, en soledad o en grupos, ya es una costumbre, pero con Antonio el fenómeno asumió dimensiones siempre más amplias, tanto que podemos llamar a Antonio, “el padre de la vida monástica”.
También en occidente su influencia fue grandísima, sobre todo gracias a la rápida difusión de la Vida, escrita por Atanasio poco después de la muerte de Antonio. Atanasio había conocido bien a Antonio en su juventud. La biografía que escribió debe ser considerada como un documento histórico de peso, si bien, obviamente, al escribirla, el autor ha usado procedimiento corrientes en la literatura de su tiempo, como el poner en boca del protagonista largos discursos nunca pronunciados de esa forma y extensión, pero en los cuales se quiere recopilar, en un síntesis orgánica y vivida, las que fueron, efectivamente, las ideas más trascendentes del protagonista, por el expuestas –o, más simplemente, por el vividas- en las más variadas situaciones.
Se atribuyen a Antonio siete cartas escritas a los monjes, además de otras dirigidas a diversas personas. De la Vita Antonil escrita por Atanasio existe una óptima traducción italiana con un texto latino que la antecede, en las ediciones Mondadori / Fundación Lorenzo Vallas 1974, a cargo de Christine Mohrmann se puede también ver una reciente traducción francesa de las Cartas de San Antonio en la colección Spiritualité Orientale N. 19, Abbaye de Bellefontaine.
San Jenaro (Gennaro) Sánchez Delgadillo
En el seno de una familia bondadosa nació Jenaro en Agualele lugar perteneciente a Zapopan (Jalisco) el 19 de septiembre de 1886. A Julia, su madre, iban a marcarle dos abrazos irrepetibles. El de este primer instante en el que acogió con indecible gozo a su pequeño recién nacido, y el que décadas más tarde le daría envuelto en la amargura cuando lo tuvo inerte en su regazo después de haber sido martirizado.
Ella y su esposo Cristóbal eran cristianos comprometidos y estimados en la localidad por sus convecinos. Jenaro heredó esos rasgos de piedad que había aprendido en su propio hogar. La oración ante el Santísimo y su amor a la Virgen María enriquecían una acción pastoral fecunda que se extendió por un buen puñado de parroquias. Disponible para todos en el confesionario, los feligreses agradecían no sólo contar con sus sabios consejos, sino que acogían conmovidos sus enfervorizadas predicaciones cuidadosamente preparadas, como las celebraciones eucarísticas, en presencia del Sagrario donde al finalizarlas se le podía ver sumamente recogido en acción de gracias.
En Cocula había sido profesor del seminario menor y fue un excelente formador de los niños que aprendían llevados por él las verdades esenciales de la fe. En todas sus misiones era bien conocido por su generosidad y ternura con los débiles, especialmente con los enfermos que le atraían como un poderoso imán, aventurándose a partir de inmediato donde alguno de ellos pudiera necesitarlo. Con una especial sensibilidad se ocupaba de consolar y auxiliar igualmente a sus allegados.
Sus padres le acompañaron en 1923 a Tamazulita, capellanía perteneciente a Tecolotlán. Al frente de esta parroquia se hallaba entonces otro santo como él, José María Robles Hurtado, del que fue su vicario. En esta parroquia permaneció hasta el fin. La época, políticamente tormentosa para los religiosos, hacía temer lo peor. De la noche a la mañana, un día supo que al ser clausurados los templos y desatarse la persecución gubernamental contra los presbíteros, no podría ejercer su ministerio. Entonces, no pudo contener el llanto.
Como es sabido, cuando la fe es el baluarte de la vida los hechos así lo demuestran. Doler, en este contexto y tal como se aventura en el encabezamiento de esta biografía, significa sufrir en el momento en que graves impedimentos dificultan que fluya la fe en paz y libertad. Duele lo que se ama. El apóstol se aflige por todos aquellos a los que ha de dejar huérfanos de consuelo humano y espiritual. Doler la fe al punto de estar dispuesto a morir, como le sucedió a Jenaro, es la cúspide de un amor a Dios que se ha ido labrando día tras día.
Jenaro ejerció su sacerdocio en la clandestinidad; era la consecuencia de una vocación clara vivida con honestidad y coherencia en la que explícitamente mostraba su resolución a apurar el cáliz en vez de elegir otra vía más fácil y menos peligrosa. «En esta persecución van a morir muchos sacerdotes y tal vez yo sea uno de los primeros», comentó entre sus allegados. En realidad, antes de incorporarse a Tamazulita ya había recibido el primer aviso de lo que podía aguardarle cuando fue encarcelado en Zacoalco por haber dado lectura en el templo a la denuncia del prelado Francisco Orozco y Jiménez ante los atropellos que sufría la Iglesia.
Hasta que fue apresado ejerció su ministerio en domicilios particulares y espacios donde podía quedar a salvo de los perseguidores. Su más grande tesoro: el Santísimo, estaba custodiado en una casa a la que no perdía de vista impidiendo su profanación. Rodeado siempre de los feligreses que le estimaban y protegían le sorprendió el 17 de enero de 1927 la presencia de militares que iban tras él. Le sugirieron que escapara, pero no quiso. Mostrando plena confianza en Dios no abandonó a sus acompañantes, seguro de que si le apresaban sería su fin, pero que con esa decisión salvaría la vida de los demás que hubieran podido sufrir represalias.
Al regresar al rancho donde vivía junto a una familia fue arrestado y conducido como sus acompañantes a Tecolotlán. Sin embargo, al llegar allí el cabecilla determinó que liberasen a todos menos a Jenaro, como él había predicho. Llegó así su hora postrera. Le colocaron una soga al cuello y al tiempo que exclamaba: «¡Qué viva Cristo Rey!» hizo acreedores a los verdugos de su perdón: «Yo los perdono y que mi Padre Dios también los perdone, y siempre!».
Su cuerpo quedó pendido de un árbol donde horas más tarde fue objeto de otras crueldades incluso cuando ya era cadáver. Los militares impidieron que personas de buen corazón le dieran sepultura. Cuando fue posible, su madre tomó los restos del fruto de sus entrañas y lo cubrió con sus lágrimas.
El arzobispo Orozco manifestó:«Levanto mi voz para pregonar la gloria de la Iglesia de Guadalajara, que ciñe su frente con el nombre del Padre Jenaro Sánchez, colgado y apuñalado por confesar a Cristo Rey». Juan Pablo II lo beatificó el 22 de noviembre de 1992 y también lo canonizó el 21 de mayo del año 2000.